domingo, junio 01, 2008

Cuentos

Infausto final


Abrió el paraguas para cubrirse del incesante aguacero que amenazaba desde la mañana, y se apuró a salir a la calle, como si aquél y el gabán color gris que llevaba puesto fuesen a morigerar el incomodo golpeteo de las gotas contra su cuerpo. La ansiedad había conseguido dominar su comportamiento, a él, que era un hombre que difícilmente dejaba entrever congoja o agobio alguno.
Cercana, se dibujaba la interminable hilera de edificios de la avenida, las vitrinas de los comercios, y la arboleda perfectamente regular a lo largo de infinitas veredas. Miró su reloj y supo que eran las dos menos cuarto. Se apostó en la esquina del banco, entre un teléfono público y la entrada a un edificio.
Se sintió eficaz, con pleno vigor, al constatar que aún conservaba el instinto que le permitiese lograr su cometido otras veces. Luego esperó un rato para confirmar a los demás que a las tres de la tarde empezaría el arqueo.
Aún con gesto torvo, intentó repasar el desarrollo de las acciones dirigidas a lograr el atraco sin jaleo alguno dentro del banco. Se dejó llevar por la leve tregua que daba una tormenta ya muy crispada y se mantuvo absorto por un instante. Prendió un cigarrillo y se dispuso observar el torneado de las nubes imponentes sobre su cabeza, en un gesto lleno de indulgencia.
Se corrió hasta la otra esquina y permaneció sobre la ochava pitando su parissienne, mientras el fluir del tránsito se hacía incesante a esa hora. La aguda mirada cubría el ancho de la intersección de las avenidas entre las que se encontraba el banco, y girando por completo tuvo a su merced la salida secundaria de este, a unos veinte metros. Observó sin prisa cada movimiento de los transeúntes que daban con la puerta y en un audaz impulso alcanzó a acomodar su colt, empujando la fría culata con la palma de su mano derecha, hasta trabarla contra el cinturón que llevaba puesto.
Cuando volvió la vista hacia la esquina nuevamente, como en un ingrávido fluir de sus recuerdos, trajo para si mismo la imagen de la chiquilla, aquella suya y se supo el más inocuo truhán que se conociera. Su niña posaba sobre él, en la cavidad que forma una falda entra la cintura y la rodilla, y el más dulce sonido de la melodía infantil se infiltraba en sus oídos.
Un sujeto inhábil para expresar aflicción del ánimo, era víctima del arrebato sentimental más mordaz que pudiese apresarlo en ese instante. Sonrió algo montado en cólera, frunciendo su entrecejo y el ruido parsimonioso del tránsito le trajo realidad a sus sentidos.
Necesito estar lúcido para la parte más agradable del plan, pensó, casi melancólico. Llegó a advertir que ya no tenía cigarrillos y que su espera recrudecía sin ellos.
La larga avenida, toda bordeada de árboles y numerosos setos, resplandecía en desdén de la tormenta. Con tranco lento, dejó pasar dos señales de avance al peatón, aprovechando la tersura que ahora encomendaba el día para luego cruzar la calle en busca de otro atado. Tal vez su distracción involuntaria, pero inoportuna, evitó que previniera el accidente. Alcanzó a ver a los ojos a la mujer del volante, entumecida de manos, asustada al verlo lanzado a la calzada a pesar de la prohibición, pero resultó tarde para cualquier solución facilista. Lo último que escuchó fue su propio grito. El freno intempestivo del vehículo, insustancial, desviándose hacia la izquierda simultáneamente, no evitó el impacto que le quitó la vida.
En un movimiento escrupuloso, la mujer, empleada del banco que iba a ser asaltado, descendió del automóvil de forma irresoluta, consternada y permaneció inerte frente al gentío que observaba.

Jorge Schneider


El viejo fantasma


Transcurridos mis primeros días de estadía en Bilbao, y fruto de la desdicha por la pesadumbre de las horas insignificantes, un inusitado movimiento insurgente, casualmente, fue lo que me llevó a experimentar un hecho de lo más asombroso.
Confieso que lo recuerdo no sin estremecerme aún, cuando traigo a mi presente imágenes de aquel suceso que me causare terror.
Como suelo acostumbrar en cada viaje que realizo, oficio de ermitaño, como una especie de asceta que vive en soledad y encuentra placentero el mundo, al apreciarlo en la más impoluta individualidad.
Me encontraba organizando mi excursión diaria, como corresponde a un turista avezado de curiosidad, cuando en mi obsesión por conocer los más recónditos lugares de aquella bella ciudad del norte de España, encallada en el Golfo de Vizcaya, supuse que sería grato viajar a visitar el pequeño museo arqueológico que se encuentra casi en las afueras, a un costado de la carretera. No podía haber mejor programa, me dije, tratándose de un día grisáceo al mejor estilo londinense.
Me aventuré a tomar unos folletos para guiar mi recorrido por el pueblo, en recaudo de cualquier desorientación, y dispuse mi viaje hacia allí. La precaria construcción de material lindante con frondosas malezas de arbustos y hojalatas de estaño desechadas a los costados, había sido donada por un antiguo morador del pueblo y se asentaba en un pequeño terreno de unos doce metros de largo, y otros tanto de profundo. Este mismo hombre, llamado Charles Bean, un viejo de unos sesenta años, calvo y de piel ocre, resultó ser el guía y cuidaba de aquellas piezas del lugar, como un alferez a su teniente en batalla.
El viejo demostraba profundo conocimiento y dedicación y creí suponer, por su gélida gesticulación, que era de aquellos que se servía estudiar el verdadero interés de los visitantes del lugar, antes de profundizar en explicaciones sobre las antiguas civilizaciones. Se dirigió a mí en un tono irónico, algo malicioso, siempre con gesto severo, característico de quienes descreen del saber ajeno, y son dueños absolutos de la verdad, probándome. No del todo convencido de mis respuestas que conjugaban cierto grado de curiosidad con ignorancia, el viejo Charles Bean, éste encorvado sexagenario, amante de la arqueología, autor de muchos títulos en la materia de antiguas civilizaciones, según supe, casi obsesivamente había recurrido a razonamientos convincentes, de modo de mostrar un apasionamiento deslumbrante, casi como en desprecio a la indeferencia de los moradores del lugar. Llegué a deducir que aquella tarde éramos solo él y yo frente a las muestras del museo, sin otros visitantes que entorpecieran su labor. Entramos a un cuarto precariamente acondicionado con estantes repletos de restos fósiles, donde me habló de los grandes homínidos hervívoros del género Autralophitecus Robustus, de su resultante a través de una cadena evolutiva. Expuso los restos del Autralophitecus Africanus y del Homo Erectus, que condujeron principalmente al Homo Sapiens y luego al hombre moderno.
Tal su maestría y singularidad de saber, que encontré hasta divertido volver al día siguiente para atesorar más sobre la cuestión
Esta vez me recibió en la puerta una muchacha joven, algo gorda y pálida:
-Señor, ¿se le ofrece pasar a conocer?
-Muchas gracias. Ciertamente quisiera saber si se encuentra el Señor Charles Bean
He de reconocer que su rostro no evidenció señal alguna de estupor.
-Vea, el Señor Bean fue el responsable de asentar el museo tal…
-Si, conozco la historia señorita- le dije avezadamente
-Entonces debería usted saber que Charles Bean falleció hace 23 años exactamente.

A lo largo de esa noche permanecí en Bilbao, en el hotel donde me hospedaba, en la cama bebiendo, contando argumentos para descartar por completo una broma de mal gusto. El estado de confusión no me permitió analizar tranquilo aquellos motivos por los que había vivido una situación de esta naturaleza, aunque en mi cabeza rondaran en silencio las últimas palabras de la mujer.
A la mañana siguiente me sentí presa de un ataque de furia pero al rato ya no pude disimular toda la angustia contenida por enfrentar lo indevelable.
En la penumbra misteriosa, adornada de calles de tierra silenciosas, la noche de ese interminable día me encontró apostado en la puerta del museo. El escalofrío me helaba la sangre. No hay cosa más tétrica para el ser humano que contemplar lo inesperado por capricho de la intriga. Procuré acercarme lo más próximo posible a la puerta precariamente cerrada de la vieja casona, para ahuyentar mis miserias transformadas en profundo terror, y de un golpe seco con el pie, logré forzar la cerradura.
No había ingresado por completo, cuando pude ver una parte del rostro de Bean, quien llevaba una galera negra en la cabeza, con sus ojos brillantes y lagrimeantes, su enorme dentadura salivada, que dibujaba una mueca de sonrisa cansina, razón por la cual quedé absolutamente petrificado en mi lugar, y solamente retiré la vista de él. Sin embargo, sin mirarlo intuía su mirada amenazante sobre mi ser.
Volví acaso instintivamente mi vista sobre el viejo, cuyo rostro permanecía en el mismo sitio, con idéntico rictus que antes, y no menos terrorífico resultaba ver parte de su cara, iluminada por una inmensa luna llena que colaba su luz por la ventana del zaguán, de aquella noche para mi álgida. Hice un intento infructuoso de observarlo de cuerpo entero, pues se hallaba cubierto por el imperio de las sombras en el museo. La facultades de la razón me llevaron a mostrarme reacio a suponer que tenía enfrente un espectro, habida cuenta de que no observaba un sujeto nebuloso y desdibujado, sino a uno bien visible.
Entonces se desplazó hacia mi dirección unos pasos y susurró con audaz disquisición:
-Vea usted, quisiera primero alejar el terror que siente en este momento al saberse frente a un muerto, y más aún, al escucharlo. Como comprendo que se halle algo compungido, me gustaría aclararle.
Supone usted que se encuentra ante el fantasma de quien fuera un hombre veintitrés años atrás, porque le han hecho saber ayer de esta circunstancia. Permítase entonces llegar a esta conclusión, pues de otra manera no podría yo estar parado hablándole. No podría ser más que siendo un espíritu, pues es completamente cierto que he perecido años atrás. Insisto, le pido intente despojarse del terror que lo domina…

Mientras el fantasma del viejo Bean discurría circularmente al compás de un discurso sobre espíritus, un profundo desasosiego me arrastraba cada vez más, un frío sudor recorría mi espalda e iba perdiendo dominio sobre el habla, pues al intentar balbucear palabra alguna, la amarga hiel recorría mi garganta.

-Encuentro oportuno además, explicarle que usted me observa con total precisión, y así es como se ven los espíritus, no de la forma que nos ha hecho creer la literatura. Percibe mis facciones, mi vestimenta, tal como lo hace con cualquier sujeto y no es impresión de sus facultades mentales. Sepa amigo, que los venidos del más allá, poseemos la facultad de materializarnos, y despojarnos de la carne cuando no nos sirve.
No sienta debilidad, tampoco se sienta defraudado; cuando ayer le hiciera conocer los ancestros de la civilización, en ningún momento le engañé sobre mi condición. Creí encontrar en su persona, aquel en quien poder depositar una verdad a secas. Confío en que será capaz de atesorar este secreto en el cofre de sus recuerdos.
Acto seguido, con un ademán solemne de gratitud a mi atención, el viejo fantasma se perdió en la penumbra absoluta que reinaba entre los muebles del museo, ahí donde no había luz de luna que llegase a penetrar, y me dejó en soledad, sin que atine a emitir una palabra.

Jorge Schneider



La batalla de Maratón



Cierta ocasión en que dialogaba con una asidua estudiante de la mitología griega y quise ahondar en aquellos argumentos que separan al mito de la realidad histórica, ésta dijo: “…para conocer algunos hechos del pasado, la opción invariable es consultar los libros de historia. No olvidemos que el discurso histórico de basa en hechos reales, y su autenticidad de demuestra confrontando ciertas fuentes documentales como manuscritos, mapas, actas, testimonios, etc…”. Esto a raíz que un texto histórico que relata la batalla de Maratón, y que siempre llamó mi atención. Fue un hecho decisivo para la historia griega y para la del deporte. He allí mi interés en una parte de la historia que está debidamente documentada.
Para mediados del siglo V a.c., Ciro “el grande”, era rey de los Persas, e inició la expansión del imperio asiático, conquistando las ciudades griegas de la costa de Asia (Mileto, Efeso, Prieme, Líbidos, Esmirna, etc) y las islas de Lesbos, Naxos, Sanos, Gimos, Rodas, regiones en las que dejó gran cantidad de soldados.
Décadas después, en el 500 a.c. todas las ciudades de sublevaron pero fueron reprimidas y en 495 a.c. se destruyó Mileto deportando a sus habitantes y esclavizándolos por haber dirigido la insurrección.
Luego de aplacar la revuelta, hacia el 490 a.c. el emperador persa decide poner punto final a la amenaza, lanzando una expedición naval contra Atenas, que se había aliado a Mileto para ayudarla.
Con ese fin, el ejército persa, formado por ciento veinte navíos y algo así como treinta mil guerreros, se dirigió hacia las Cícladas, destruyó la ciudad de Eretria y acampó en la llanura de Maratón, cerca de Atenas.
Al mismo tiempo, marcharon a ese destino alrededor de diez mil guerreros atenienses con sus aliados, acampando en el norte Pentélico y aprovechando la ausencia de caballería persa y las ventajas de un terreno inclinado, atacaron comandados por Milcíades. De esta forma combatieron cuerpo a cuerpo con los persas, quienes no pudieron utilizar sus arcos, víctimas de la sorpresa. Así, huyeron a sus naves pero fueron perseguidos y aniquilados por los griegos.
La historia dice que el trece de septiembre los atenienses lograron la victoria perdiendo tan solo ciento noventa y dos soldados, y generando bajas de seis mil cuatrocientos soldados entre los persas, a pesar de la desproporción inicial entre ambas fuerzas.
Ya finalizada la batalla fue el propio Milcíades quien envió un mensaje a las mujeres atenienses, a través de un corredor de nombre Filípides, con el cual daban a conocer que había jurado dar fin a sus vidas antes que entregar la ciudad si eran derrotados en la batalla de Maratón.
Fue en honor a esa hazaña de Filípides, quien murió luego de anunciar la victoria, que en los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, llevados a cabo en Atenas hacia 1896, se incluyó como prueba olímpica a la Maratón.

Jorge Schneider


Un homicidio recurrente


Cerca de las vías del tren, en José C. Paz, allá por el año 1918, desplomaron una enorme y antigua casa de la época sarmientina, cuyos dueños, creíamos, habían dejado en abandono en forma misteriosa.
Los últimos en habitarla en 1917 fueron Tomas Moore, un hacendado inglés, junto a su esposa, sus dos hijos y un criado.
Moore era un influyente campesino en la provincia de Buenos Aires, con llegada a los altos funcionarios y su residencia en el país se justificaba por los negocios que emprendía, principalmente la compra de cabezas de ganado para exportar. Desde hacía un tiempo el inglés insistía en cambiar de casa, pues alegaba que el sitio estaba horrendamente encantado. Según describiese la mujer a los vecinos de la zona, por las noche se abría la puerta de la sala principal de manera repentina, y se escuchaban ruidos de pisadas a un ritmo acelerado, unos gritos aterradores y hasta el sonido estrepitoso de la caída de un cuerpo; inmediatamente el agudo chirrido del cristal de la araña impactando contra el suelo.
Durante el día, solían encontrar los muebles de la vieja casona volcados, las cortinas del salón arrancadas y cristales dispersos en el piso de madera.
La medida que tomaron entonces, fue restringir el ingreso al salón principal de la casa, y luego de incesantes noches de repetirse el mismo acto aquel, fue clausurado. Moore y su familia pidieron ayuda al gobierno para dejar la vetusta casa y a los casi seis meses de habitarla, fueron trasladados a otra mansión de zona norte.
Se supo, en relación con aquella inmensa residencia, por una publicación que hiciere el gobierno de Perón en La Nación, treinta años después del desalojo, que extrañas causas se escondían detrás de tan misteriosos episodios. Subyace un suceso trágico bajo ellos.
En el año 1870 se mudó a la vieja morada un matrimonio formado por un militar, el Teniente R... y su joven mujer. Al parecer, la fémina, doce años más joven que su esposo, llevaba consigo costumbres de alcoba poco castas, cuando éste se ausentaba y era incapaz de darle descendencia en diez años de matrimonio. Muchas ocasiones pasaron en que intentare preñar a su esposa, buscando que abandone la visa pecaminosa, sin poder lograrlo.
En el fragor de su desgracia, optó por el camino de la mala bebida, hasta que una noche en que volvió ebrio, desato el horror: tomó el cuchillo de cocinero, buscó a su joven esposa, que se encontraba en la sala principal, y la atacó una y otra vez. Ésta, que había conseguido escabullirse ensangrentada, se aferró a los cortinados púrpuras de los ventanales de la sala, pero fue alcanzada nuevamente por un brutal golpe en la cien. El teniente culminó su tarea tomándola del brazo fuertemente y la fulminó decapitándola al filo de la brillante hoja de acero.
Su reacción inmediata fue el pasmo completo, al comprobar que su difunta esposa estaba embarazada. Finalmente, se dirigió hacia el sótano, tomó una soga y se colgó de la araña haciendo que se desprenda e impacte contra su propio cuerpo en el piso, al lado del cadáver de la mujer.
Se desconocía en su momento, si el teniente R…sabía del estado de gravidez de su esposa y si sabiéndolo, actuó frenéticamente en despecho de un desengaño amoroso. Sin embargo, estudios realizados años después al reabrirse la causa, confirmaron que el hijo que llevaba en su vientre era del propio militar.
Desde sucedido aquel trágico episodio, el brutal asesinato se reprodujo durante años por las noches, a través de sonidos fantasmales pero sin aparición alguna.


Jorge Schneider

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